martes, 22 de enero de 2019

La vida en bucle

Si no es por arte de magia no sé qué podría explicar el haberse ido la luz tanto dentro como fuera, tan de repente, pero vamos que no me pilla en bragas. Como los demás del barrio sean como yo, lo raro es que no la hayan cortado antes.
Ahora mismo estoy solo cegato sin mis gafas en una esquina de mi cuarto, con el pijama como las sábanas; humedecido y oliendo a pis y a sudor. Como único entretenimiento tengo el jugar con un gusiluz que se le ilumina la cabeza de rojo y dice “I love you” con esa voz de psicópata que tanto les gusta a los que hacen los juguetes infantiles.
Mi habitación no es precisamente un cuarto anti-sensorial. Su tamaño es pequeño y sus formas cuadriculadas. Vamos, justo lo que necesita un claustofóbico. Nada más entrar a mi dormitorio, enfrente está la ventana. Al lado oeste una estantería con todas las obras de Julio Cortazar y unas velas con olor a libros que cuidaba que siempre estuviesen encendidas y lo más cerca de los libros, pero lo más lejos para que ninguno saliese ardiendo. Al este un escritorio donde acumulo todo tipo de cosas ya que no lo utilizo porque de normal suelo estar más bien por los suelos. Si desde la puerta das un giro de 180 grados ahi está la litera donde duermo, en la cual cada día alterno entre dormir en la de arriba o en la de abajo. En el techo una lampara y adhesivos de estrellas y calaveras.
Aquí no tengo nevera ni nada que se asemeje, así que me mantengo a mocos cuando me aburro y a uñas cuando me entra los nervios, aunque a veces tengo la suerte de matar algún pájaro que se posa en mi ventana, al cual le tiro un compás que siempre va conmigo. Al menos sabe mejor que otros animales que me comí con anterioridad.
Os preguntareis como he llegado aquí si esta todo oscuro. Fácil; no he necesitado más que el gusiluz y mi fuerza bruta. Con el suave y tierno muñeco en mano fui batiéndolo a diestro y siniestro estrellándolo contra armario, lámpara y todo lo que se me pusiese de paso.
Así es como terminaron las velas por el suelo. A partir de ese momento todo empezó a suceder tan rápido como en una película de acción. Queriéndome librar de las llamas empece a patalear. Crack. Algo duro reventó bajo mis pies y sus añicos me hicieron cosquillas entre los dedos. No pensaba que mis gafas fuesen capaz de llegar a hacer tal cosa. La patilla derecha se ha desprendido, pero alimentado por la esperanza de ver de otro modo las cosas, me las pongo. Esperando mi fin, me purgo de las lágrimas contenidas desde que se murió mi jerbo, bueno desde que con ayuda de un matamoscas y un martillo, lo puse plano para hacer filetes de roedor. No estoy por la labor de explicar el aroma y el gusto del pobre animal. Tras ese recuerdo en mente, como si de un trance hubiese salido, me incorporo, me pongo de pie, y es como levitar, aunque la cabeza me da vueltas del coscorrón que me he metido contra el techo. Miro a mis pies malolientes y veo donde reposan. ¿Como puñetas he llegado hasta mi litera? Me siento como indio encima de las húmedas sabanas y me arropo con la áspera y rugosa colcha mugrienta. Cuando me vuelvo a despertar, no he soñado más paridas así que lloro por compasión propia mirando al espejo, que por arte de magia hay ahora en la pared de enfrente.

                                                                                                                                                           2018

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