viernes, 25 de enero de 2019

Matando al padre

Empiezo a ponerle gomas elásticas de todos los colores a lo largo de su ovalada cabeza empezando por la frente y bajando hasta el cuello. Cada vez se pone más colorada, hasta que explota. Ni un solo ruido, ni gota de sangre. Voy al salón a dar un bocado al sándwich de queso de cabra que estoy merendando, mi familia ni me dirige la mirada; siguen mirando al televisor hipnotizados como todas las tardes. Cuando vuelvo el cuerpo de mi padre no está como lo había dejado. En el lugar donde fue la cabeza, ahora hay algo con forma de cápsula, embutida por una especie de gorro, una braga y no sé que más. Me lo quedo mirando unos segundos sin saber que hacer. Con las mangas de mi sudadera intento arrastrarlo, calculando donde cabría mejor, si debajo de su cama o del armario. Luego se puso todo negro y no recuerdo más.

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Hacia varios meses que había tenido ese sueño. Varios meses yendo al psicólogo y repitiendoselo al doctor de igual manera. A veces le añadía algo y otras veces me negaba a recordar ciertas escenas. Decía que era solo hasta que me hiciese con las riendas de la situación. ¿Cómo iba a normalizar el asesinato de mi padre de tal brutal manera de manos de su propio hijo, o sea yo? Como siempre empecé a sentirme incomodo en la butaca y las manos me empezaron a sudar a la espera del veredicto del psicólogo.

Otra versión

Termino de masturbarme pensando en Mariló Montero y su moto. Concretamente en la foto en la que va sin casco con la que luego fue a autodenunciarse. Mis pies me arrastran hasta el dormitorio de mis padres. Un hombre y el mejor amigo de este hombre: su oso; otro hombre. En él se encuentra mi papuchi —de alguna forma tendré que llamar a cada uno para diferenciarlos, aunque a partir de ahora eso ya no ocurrirá—que acaba de llegar del curro y se iba a poner cómodo. Iba. Lo cojo, lo sacudo, lo meneo y lo suelto. Me hace gracia, porque se ha quedado con el rostro de piedra, pero con el cuerpo tambaleándose de un lado a otro, como los payasos que salen de las caja de sorpresas, éstas con muelle. A cámara lenta intenta buscarme la cara con su puño, pero yo me adelanto acertandole en su oído, y le debí de dejar algo sordo, porque pude comprobar que su equilibro se vio mermado. Su sentido de la estabilidad en esos momentos ya estaba nivel niña de 14 años en su primer coma etílico, por decirlo de algún modo. A mi derecha, en una mesita de noche había un joyero con todo tipo de gomas de colores. Eran de mi otro padre: papote, quien tenía el pelo hasta casi los pies. Siempre me ha encantado la historia de porqué se lo ha dejado crecer hasta al culo. Dice que así cuando va al campo a cagar, si no tiene papel, se limpia con éste y ya cuando encuentra algo solo tiene que desinfectar su pelo sin necesidad de bajarse los pantalones ahí mismo. Intentaré que me cuente la historia otra vez antes de que su vida se esfume, aunque sea por contárosla con más detalles. Pero la cuestión es que esas gomas me dieron una idea. La tarde del día anterior había visto un vídeo de un youtuber, que con un amigo, trataba de poner todas las gomas posibles a un melón mientras jugaban al “Si te ríes, pierdes”. Así hasta que aquello reventara. La diferencia es notable; ellos lo hacían riéndose y con un par de melones, mientras yo, con una ovalada y calva cabeza, y sin el menor atisbo de gracia en el cuerpo. Al fin y al cabo era mi padre.
Empecé por la frente, pero no era tarea fácil. A fuera hacía casi cincuenta grados y su calva llena de sudor solo ayudaba a que las gomas se catapultasen en todas las direcciones posibles, amenazando con dejarme tuerto.
Le miro a la cara por última vez y me acuerdo de su fruta preferida: al fin explota su tomate y un orgasmo me limpia todo del aura, pero se pasa rápido al comprobar el nuevo estampado de la colcha de los Simpson. Espaguetis sanguinolentos que no es otra cosa que venillas y sesos parecidos a los que cocinaba los domingos a mi familia, y seguramente no volverá cocinarles. Para aparentar normalidad, decido ir al salón a pegarle un mordisco al sándwich que me he preparado para merendar, aunque tras ver irse por el desagüe del lavabo líquido seminal, sesos y sangre, se me pasan las ganas de comer queso de cabra o cualquier cosa blanca, así que bebo un poco de café en una taza rosa con dibujos de Frozen en el que se puede ver cómo Elsa le mete a Anne una estalactita por el culo, y vuelvo a la faena con el recuerdo de la última nevada en mi pueblo.
Por alguna razón me produce gracia el verle con un gorro y una braga puestos de forma que no se le vea ningún rasgo facial. ¿Facial? Lo siento, creo que la Facultad de Medicina está haciendo estragos en mi persona.
Desconozco si habéis tomado algún tipo de cápsulas alguna vez, pero sabréis la forma que tiene, ¿no? Pues eso parecía la ovalada cabeza de mi papuchi.
Con unos trocitos de tela, que rajo a mordiscos de las sábanas hasta que me sangran las encías, intento arrastrarlo sin dejar ningún tipo de prueba debajo de su cama, con el demás fiambre que él escondía ahí. Manías de carnicero y tener de pareja de piso a un vegano. Serás el siguiente comehierba. El hueco es demasiado estrecho y el peso de mi padre tampoco ayuda, al igual que el somier, algo cóncavo, para mi gusto, supongo que de tanto traqueteo, ya te imaginas porqué. Vamos, que mi padre no cabía ahí. Y la verdad que no recuerdo más.

                                                                                                                                                           2018

martes, 22 de enero de 2019

La vida en bucle

Si no es por arte de magia no sé qué podría explicar el haberse ido la luz tanto dentro como fuera, tan de repente, pero vamos que no me pilla en bragas. Como los demás del barrio sean como yo, lo raro es que no la hayan cortado antes.
Ahora mismo estoy solo cegato sin mis gafas en una esquina de mi cuarto, con el pijama como las sábanas; humedecido y oliendo a pis y a sudor. Como único entretenimiento tengo el jugar con un gusiluz que se le ilumina la cabeza de rojo y dice “I love you” con esa voz de psicópata que tanto les gusta a los que hacen los juguetes infantiles.
Mi habitación no es precisamente un cuarto anti-sensorial. Su tamaño es pequeño y sus formas cuadriculadas. Vamos, justo lo que necesita un claustofóbico. Nada más entrar a mi dormitorio, enfrente está la ventana. Al lado oeste una estantería con todas las obras de Julio Cortazar y unas velas con olor a libros que cuidaba que siempre estuviesen encendidas y lo más cerca de los libros, pero lo más lejos para que ninguno saliese ardiendo. Al este un escritorio donde acumulo todo tipo de cosas ya que no lo utilizo porque de normal suelo estar más bien por los suelos. Si desde la puerta das un giro de 180 grados ahi está la litera donde duermo, en la cual cada día alterno entre dormir en la de arriba o en la de abajo. En el techo una lampara y adhesivos de estrellas y calaveras.
Aquí no tengo nevera ni nada que se asemeje, así que me mantengo a mocos cuando me aburro y a uñas cuando me entra los nervios, aunque a veces tengo la suerte de matar algún pájaro que se posa en mi ventana, al cual le tiro un compás que siempre va conmigo. Al menos sabe mejor que otros animales que me comí con anterioridad.
Os preguntareis como he llegado aquí si esta todo oscuro. Fácil; no he necesitado más que el gusiluz y mi fuerza bruta. Con el suave y tierno muñeco en mano fui batiéndolo a diestro y siniestro estrellándolo contra armario, lámpara y todo lo que se me pusiese de paso.
Así es como terminaron las velas por el suelo. A partir de ese momento todo empezó a suceder tan rápido como en una película de acción. Queriéndome librar de las llamas empece a patalear. Crack. Algo duro reventó bajo mis pies y sus añicos me hicieron cosquillas entre los dedos. No pensaba que mis gafas fuesen capaz de llegar a hacer tal cosa. La patilla derecha se ha desprendido, pero alimentado por la esperanza de ver de otro modo las cosas, me las pongo. Esperando mi fin, me purgo de las lágrimas contenidas desde que se murió mi jerbo, bueno desde que con ayuda de un matamoscas y un martillo, lo puse plano para hacer filetes de roedor. No estoy por la labor de explicar el aroma y el gusto del pobre animal. Tras ese recuerdo en mente, como si de un trance hubiese salido, me incorporo, me pongo de pie, y es como levitar, aunque la cabeza me da vueltas del coscorrón que me he metido contra el techo. Miro a mis pies malolientes y veo donde reposan. ¿Como puñetas he llegado hasta mi litera? Me siento como indio encima de las húmedas sabanas y me arropo con la áspera y rugosa colcha mugrienta. Cuando me vuelvo a despertar, no he soñado más paridas así que lloro por compasión propia mirando al espejo, que por arte de magia hay ahora en la pared de enfrente.

                                                                                                                                                           2018